La algarroba es uno de los alimentos autóctonos con más historia de Sudamérica y su consumo se remonta a costumbres ancestrales cuando la misma era transformada en harina de algarroba a través del uso del mortero. Este alimento es, en realidad, el fruto o vaina del algarrobo; árbol que se encuentra en las regiones forestales parque chaqueño, monte y espinal. La denominación “algarrobo” fue acuñada por los españoles cuando llegaron a América para hacer referencia al árbol que les recordaba al algarrobo europeo.
La algarroba crece en forma de vainas largas y flexibles que solo son comestibles una vez que maduran y adquieren su coloración amarronada tan característica. Su exterior es ligeramente arrugado, producto de la pérdida de humedad y con una textura que muchas veces recuerda al cuero. En esta instancia, las semillas que se encuentran en su interior pueden ser consumidas, sin embargo no es recomendable por su fuerte sabor.
El procesamiento tradicional de la algarroba consiste en recolectar los frutos del suelo y almacenarlos en una troja para luego secarlos al sol (aproximadamente dos días si las condiciones climáticas son favorables) y molerlos en un mortero. Gracias a la tecnología, es posible conservar tanto la harina como la algarroba por largos períodos de tiempo sin que pierdan sus cualidades organolépticas.
Para la recolección de los frutos se recomienda colocar por debajo de la copa de los árboles una media sombra que asegure que los frutos no entrarán en contacto directo con la tierra. Luego, las vainas son colocadas en bolsas de arpillera y son almacenadas en un lugar seco, oscuro y ventilado. El proceso de selección de los frutos debe realizarse rápidamente para disminuir el máximo posible las pérdidas que producen la temperatura y la humedad ambiente. Para ello, se van separando los frutos sanos y enteros, de hojas y frutos dañados. Se calcula que en esta etapa, se descarta aproximadamente el 30% de los frutos recolectados. Para evitar cualquier tipo de desarrollo microbiano, se pueden llevar estos frutos a -18°C durante dos días o bien presecarlos para disminuir la humedad inicial.
Posteriormente se los lava en un tanque con una solución que incluye agua y lavandina para eliminar cualquier sustancia y microorganismo que pueda haber quedado adherido. El secado de los frutos se realiza inmediatamente después del lavado para que sea más sencilla su molienda. El tratamiento puede realizarse en un secador de aire forzado, utilizando la energía solar, leña, gas o electricidad. Siempre conviene no utilizar temperaturas que superen los 60°C para evitar la caramelización de los azúcares naturales de la algarroba. La molienda da como resultado la harina de algarroba y se recomienda conservarla en un recipiente hermético.
La aloja, el patay, la añapa y el arrope de algarroba son algunos de los subproductos que pueden obtenerse de la algarroba.
Desde hace unos años, Daniel Ledesma busca revalorizar los frutos del monte santiagueño. Curioso por naturaleza, un día se encontró con una pila de algarroba que alguien estaba quemando. El olor que desprendía la mezcla le hizo recordar a una mezcla de chocolate, coco y vainilla que le despertó memorias de su infancia cuando su abuela le preparaba un “café” de algarroba.
Automáticamente, comenzó a investigar más sobre este producto y se lanzó a experimentar hasta obtener un “café” muy aromático tostando algarrobas blancas y negras, las cuales son sometidas a un proceso artesanal y cuya vaina es utilizada en su totalidad.
El siguiente paso fue comunicarse con el Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI) para mostrar su producto. Como la algarroba no estaba registrada como infusión decidió registrarla como tal dando origen al primer “café de algarroba”.
De acuerdo a sus proyecciones, el objetivo para el 2023 es producir y comercializar entre diez mil y quince mil kilos de café y pisar en el mercado porteño.
En definitiva, la algarroba tiene todavía mucho más para ofrecernos.