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Brascó, pequeño homenaje a un grande

Miguel BrascóMiguel Brascó llegó a este mundo en la provincia de Santa Fé en 1926 y hace pocos días, el 10 de mayo de 2014, lo abandonó. Como periodista -su veta más pública- se abocó tempranamente al universo gastronómico, desde donde hizo escuela. Supo relatar como pocos las sutilezas del mundo del vino y sin empacho alguno decir cosas como «el Syrah es el vino para seducir y para concretar esas efectividades conducentes».

Miguel no era de esas personas que podían caber en un molde y le encantaba hacer gala de eso. En las entrevistas o en sus presentaciones públicas convocado por alguna bodega, se regodeaba en esta estrategia. Desconcertar al oyente era su manera de seducirlo. Así fue nuestro primer encuentro, cuando Editorial Capital Intelectual, para su colección Pasado en Limpio que incluía biografías de distintos personajes como Mercedes Sosa, Antonio Carrizo y Osvaldo Bayer entre otros, me encargó la de Brascó.

Comenzamos una serie de encuentros donde charlábamos largas horas pasándole revista a su vida. Pero el primero de todos estos encuentros me causó pánico. Me dije para mis adentros “estoy perdida, este hombre está senil y no sé como diablos voy a hacer este libro”. Le pregunté sobre su infancia en Santa Cruz en medio de una colonia inglesa “¿Cómo lo vivió su familia?”. El sin pausa disparó: “cuando era chico, teníamos un gallinero y yo me encargaba de cuidar de las gallinas, tenía muy buena relación con los pollos. Me sentaba en mitad del gallinero, las gallinas me rodeaban y yo conversaba con ellas. En cierta ocasión hubo un pollito del gallinero que nació enclenque. Cuando los pollos nacen enclenques, en lugar de estar parados sobre la punta de los dedos, se apoyan sobre lo que serían los codos. Caminan cojos. Entonces llevé al pollito dentro de mi casa y le armé un rincón en la cocina. Mi padre que era médico lo curó, no sé lo que hizo, pero lo curó. El pollo vivía debajo de la cocina económica, estaba calentito, divino, era un pet… Pero llegó un momento en que el pollo creció y mi padre con muy buen criterio dijo: “hay que llevarlo de vuelta al gallinero”. Y fue terrible, porque el pollo se creía un humano, no sabía que era pollo y tuvo grandes problemas, con el gallo por ejemplo… En el mismo sentido, yo creía que era inglés.” Con esas últimas 5 cinco palabras recuperé la respiración contenida y entendí que ese era el estilo Brascó, alguien que sabía contar historias.

Como semblante de este querido amigo, les transcribo la introducción al libro con que lo retraté 

Miguel Brascó es un periodista, un gourmet, un escritor, un poeta, un dibujante, un humorista político, lo más parecido a un bon vivant, un editor, un autor de canciones, un experto en vinos, un abogado, pero también es el personaje del moño y los tiradores. Es todo eso y sin embargo la lista no alcanza para terminar de definirlo, es apenas la punta del ovillo.

Brascó es un veedor de 80 años de historia. Es por sobre todas las cosas un contemporáneo de muchos. Tiene la mirada y el permiso de quien ha convivido de cerca con todos. No se lo contaron, no lo aprendió de los libros, lo vivió. Como hombre de ocho décadas que es, comió y bebió con ellos, compartió redacciones y noches de desvelo. Amigo de casi toda una vida de Ariel Ramírez; compañero de oficio de Quino; alumno del poeta y crítico literario español, el Premio Nobel Vicente Aleixandre; colega de redacciones y amigo de Rodolfo Walsh; preceptor de Paco Urondo en el Colegio Nacional de Santa Fe; amigo de Xul Solar y de Julio Cortázar; coequiper de Mario Trejo, Alberto Vanasco, Edgardo Bayley, Nicanor Saleño y Alejandro Serenfeld en el diseño de un fallido proyecto cultural para la campaña de Arturo Frondizi; amigo y aprendiz de Luis Federico López de Bodegas López; compinche del Gato Dumas; asiduo visitante de la casa en Santa Fe de Rodolfo Borzone, una especie de Salón de artistas donde se reunían Benito Quinquela Martín, Amaro Villanueva, Cesáreo Bernaldo Quirós, Enrique Policastro, Antonio Berni, Miguel Victorica y Juan Carlos Castagnino, entre tantos otros.

Brascó también es esa clase de individuo que va por la vida seguro de sí mismo. Brascó se pesa, se mide y se agrada. ”Lo hago muy bien”, es una frase que se permite usar sin pudor ni recato. En él no hay falsa modestia. Le gusta mostrarse franco aunque algunas veces resulte descarnado y provocativo. Es un gran generador de climas y le encanta capturar la atención de su interlocutor, ya sea a través de su dialéctica o de su prosa.

Es el hombre de la barriga prominente, de la estética de caballero a la antigua, es el que estudió alemán para poder leer a Rainer María Rilke en su lengua original, es de alguna manera el promotor del surgimiento de Mafalda, es el pionero de las cuestiones periodístico-gastronómicas que hoy están tan de moda, es el escéptico que ve la política como algo estúpido, es quien dice “no creo que tenga ningún sentido ni atractivo escribir un libro sobre mi” y sin embargo relata historias como Sherezade en las Mil y Una Noches. Pero también es el hombre profundamente enamorado de Patricia Delmar, su última mujer.

Si uno buscase un hilo conductor que uniera los hechos de la vida de este polimórfico devenido a especialista en culinarias y vides, ese nexo sería la poesía. Y aunque es  su faceta menos pública, poeta es como se ve a sí mismo y como piensa la vida. Aunque le cueste reconocerlo, la poesía es lo que lo acerca a su madre, la poesía es también lo que lo une a su actual mujer. Poeta es cuando la piensa y cuando habla con ella. Poeta es cuando escribe canciones y cuando construye sus textos vinícolas, poeta es cuando en su juventud se deja seducir por la prosa de Góngora, de Rilke, de Alberti… y lo es nuevamente en su búsqueda universitaria, es la poesía lo que lo acerca a las letras y al periodismo.

Todo esto hace imposible definir a Brascó. Porque Brascó es simplemente Brascó.

Miguel Brascó «Creo que soy poeta más que ninguna otra cosa», una charla con Mónica Albirzú. Colección Pasado en Limpio, Editorial Capital Intelectual

 

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